miércoles, 18 de julio de 2012

VÍCTOR Y ANTUCA


Ediciones Nueva Crónica, Breña
pp.31-39



El Venancio ha pasado dos veces cerca de mí. Pensé que me había visto. Pero el lamparín de su mano, pomo y mecha de trapo, quería apagarse con el viento. Por eso, seguro, no ha podido verme. Hasta ha mirado bien para acá. Pero ni así me ha visto. Piedra es, habrá dicho, piedra es que está brillando como ojos habrá dicho. Y se ha ido. La noche está negra, negra. Me da miedo. Hace frío. Pero no me ha visto. No me ha descubierto el Venancio. Sobre este montón de piedras estoy, acurrucado, doblado como el perro “Cuto”, con la cabeza entre las piernas, estoy. Sólo mis ojos se mueven buscando las estrellas de la noche. Pero el cielo está también negro, negro como la olla grande de mamá, aquella en la que hace la comida cuando va mucha gente del pueblo a sembrar las papas en la chacha, aquella olla de boca grande en donde me gusta echar la cabeza y gritar para que mi voz me sople la cara. Así de honda está la noche. Por eso, seguro, no me ha visto el Venancio. Con su lamparín casi apagándose, humeando a querosene, ha pasado. Piedra es, piedra está negreando, habrá dicho. Yo estoy así, sobre este montón de piedras, desde cuando la cólera de mi mamá oscureció mi cara, desde cuando mi alegría se hizo negra, desde que mi cara se mojó con el agua de mis ojos. De mi costilla más abajo, en la parte de atrás, una piedra me está haciendo doler con la punta de su cabeza. No quiere que la aplaste, seguro; también a ella le estará haciendo doler mi cuerpo flaco, quién sabe. Pero no me voy a mover. Este montón de piedras está arrinconado detrás, nomás, detrás del muro viejo, junto al portón grande, donde antes era el zaguán, cuando la casa de mi abuelo no se había partido todavía mitad para mi tía Dosha, mitad para mi mamá. Este montón de piedra son los desperdicios, los huesos de la pared que antes cercaba, por medio del zaguán, la casa de mi abuelo. Esa pared me servía también de caballo por las tardes. Pero ahora, estas piedras están, pobrecitas, sin barro que las cubra, frías, arrumadas contra el muro de adobe, abrigándose unas a otras con sus cuerpos llenos de polvo están. Aquí, sobre este cerrito de piedras, detrás nomás de la cocina, estoy. Desde que iba a empezar a tomar mi agüita de orégano y mamá golpeó mi cabeza con la taza vieja, con esa que estaba sirviendo, desde esa hora estoy. Llorando me salé de la cocina, agarrando mi cabeza quise irme hacia la calle de atrás, hacia donde ahora todos han ido han ido a buscarme, por ahí quise irme. Pero me callé cuando vi al Marcelo, ese gordo de mi edad, hijo de don Hilario con el que siempre peleo. Contra la luz de adentro de su casa, por entre mis lágrimas vi al Marcelo; entonces respiré para adentro, con moco y todo, con lágrimas y todo, con voz y todo respiré y me vine calladito, descalcito, a doblarme sobre este montón de piedras. Ahora, todos han salido con linterna, con velas, con lamparines, con todo lo que sea luz, hasta con sus ojos bien abiertos han salido a buscarme. Los he oído pasar, he visto correr sus sombras por encima del muro, sus voces he reconocido, sus tropezones he contado. Después he escuchado cuando han empezado a llamar a don Hilario, doña Julia, a la mama Huala, a la viejita Elvira, a don Juan Arce, a doña Hortencia, a todos han ido llamando, preguntando por mí, diciendo si me habían visto, si me han encontrado, si es que me han recogido, si me tienen durmiendo en sus casas, en sus cocinas. Después he oído más voces todavía, más luces han perseguido a las sombras por sobre el lomo del muro, más tropezones, ¡socroc, socroc!, han reventado contra las piedras de las calles. Ahora estoy oyendo muchas voces que me llaman por todas partes. ¡Víctor, Víctooor!, dicen. Hasta los perros parece que me llaman. Están ladrando en todo el pueblo y en los corrales de frente al pueblo. También esos perros del corralito blanco, cerca del panteón, parece me están llamando; los conozco porque en vez de ladrar, esos más bien aúllan, aúllan como si vieran almas en pena. Algunos gorriones también se han despertado con las luces, con los gritos, y los he oído cantar asustados sobre el saúco viejo de cerca a la cruz del camino grande que sale del pueblo. He hecho levantar a toda la gente. Todos me están buscando debajo de la manta negra de la noche. Yo estoy, sobre este montoncito de piedras, sin moverme nada, nada. Ya me duele el lomo, ya me hace mucho frío, ya me está llegando el miedo. Pero no voy a llorar. Aunque el miedo me agarre con sus uñas de gato todo mi pecho, toda mi garganta, no voy a gritar. Como enantes, no. Yo no tengo la culpa, yo no sabía. Cuando vi tantos huevos debajo de la barriga caliente de la gallina color de ceniza, cuando vi tantos huevos, mira, mira le dije a la Antuca. ¡Cuánto huevo!, dijo ella. Esta es la mejor gallina del mundo, dije, pone doce huevos cada día. ¿Doce? Sí, doce.

Pero eran más. Uno por uno fueron sacando los huevos, calientes, grandes, pesaditos, y los fueron poniendo en el mantel blanco con que habían llevado envuelto el trigo para las aves. La Antuca era mayor que él. Edad de Pedro, a quien Víctor seguía, era. Y ella sabía, por eso, más que él. Se dio cuenta de ello cuando encima de la laguna, allí donde crece el pasto verde, allí donde olorea la menta, se revolcaron y, mientras que Víctor medio se asustó con la revolcada, ella siguió apretando, apretándose contra él, hasta que los perros vinieron y, de lo hambrientos que estaban, tumbaron la olla ahí, nomás, casi encima de los dos niños, se engulleron peleando toda la comida de desperdicios que ellos, la Antuca y el Víctor, habían llevado desde el pueblo. Entonces, fue la Antuca quien se asustó. Fueron a la casa campestre y él empezó a enseñarle todo lo que había en la casa de Paguaray: barretas, lampas, lazos de cuero, arados, rejas, pellejos, frazadas… Y ella quiso jugar de nuevo a las revolcadas, pero él se levantó rápido y, casi cayéndose, casi quebrándose por el peso de la escopeta se la mostró y dijo que ya sabía cazar perdices y matar zorros y que hasta a un puma había agujereado la otra vez. Ella se volvió a asustar y salió corriendo al patio a tomar aire debajo de los eucaliptos. Luego, fueron a dar de comer a las gallinas. ¡Pi, pi, pi,…!, llamaron y todas las gallinas aparecieron por entre los arbustos, por encima de los cercos de piedra, por debajo de los gruesos palos que se estaban secando para leña y hasta volando del techo de la casa llegaron las gallinas y empezaron a picotear el trigo que Antuca y Víctor iban derramando, puñado tras puñado, sobre la tierra del patio. Fue entonces que a ella se le ocurrió preguntar cuántas gallinas habría. Y él dijo que mil, pues no sabía contar todavía, y ella dijo de verdad, porque tampoco sabía, felizmente. Fue enseguida que ella, la preguntona, volvió a abrir la boca para saber cuántos huevos habría y él soltó la lengua y dijo que bastante, que enseguida, nomás, lo vería, vamos al gallinero y ahí en los nidos, vas a ver. Fue así que al revisar los nidos hechos como huecos de barro y paja dieron con la gallina color de la ceniza que estaba metida allí y la sacaron a la fuerza, aunque la gallina protestara, ¡cro-crò, cro-cró!, aunque les quisiera sacar los ojos con su pico amarillo. Y mientras la gallina corrió a comer cacareando, cacareando, ellos metieron los huevos, uno por uno, al mantel blanco. Y cuando revisaron los otros nidos, sólo vieron que estaban vacíos, con plumas y paja, nada más. Fue así que cuando salieron del gallinero, la gallina color de la ceniza volvió a su nido y al no encontrar nada de huevos empezó a cloquear como llorando, como diciendo ay, ay y saltando de un palo a otro miraba busca que te busca a uno y a otro lado. Entre tanto, cuando Víctor miró la sombra de los cerros y vio que ya estaba subiéndose por la cuesta de los otros cerros más grandes, le dijo a la Antuca que ya deberían irse, que ya era muy tarde y que si no les podría agarrar la noche por el camino y que como tenían que llevar los huevos deberían ir despacio y sin jugar para no caerse, para no romper la blanca carga que iban a llevar. Víctor y Antuca estaban contentos porque, sin que nadie les hubiera ordenado, se estaban dando el difícil trabajo de llevar los huevos al pueblo para que la mamá de él hiciera tortillas y para que, de seguro como agradecimiento por haberle acompañado la Antuca hasta Paguaray a llevar la comida de los peros el trigo para las gallinas, de seguro como dar, muchas gracias le regalara dos huevitos, quizá tres, a la viejita doña Elvira, abuela de su acompañante. La Antuca no era del pueblo. Cuando hacía frío, ella se cubría con uno como capote en vez de manta. La gente decía que habían venido de Lima, ella con sus hermaas mayores, la Mercedes que tenía cuerpo de señora gorda y la Zoila que era flaca, flaca, y que tosía mucho. Con ellas había venido también la viejita Elvira que igualmente tosía, tosía al atardecer, cuando empezaba a cerrarse la noche. La viejita Elvira era la única en el pueblo que sabía hacer unas melcochas blancas, torciditas como lazo de miel, que eran muy ricas y que tenían trocitos de coco que ella mandaba traer de Lima. Y así, cuando las calles se llenaban con el olor de la azúcar y el coco calientes, todos los niños chicos que no iban a la escuela corrían a comprar la blanca melcocha con monedas de uno o de dos centavos que no se sabía de dónde las sacaban. Y cuando los muchachos grandes salían de la escuela, al amarillear los techos de las casas con el sola naranja de la tarde, ellos también corrían a la casa de doña Elvira. A esas horas le comenzaba la toz a la vieja y a la Zoila; pero se aguantaba, se aguantaba, hasta repartir la melcocha que no sabe cómo hacían alcanzar para todos los muchachos que, chorreando la baba de ansiedad, les solicitaban. La antuca no tosía y correteaba por las calles enseñando a saltar con soga a las niñas de su edad y a las más grandes que ella y hasta los muchachos también. De Mercedes, Víctor había oído decir que le gustaba hacer unas cosas feas con cualquier hombre y que por eso estaba siempre anda que anda y que por eso, también, tenía unas caderas grandes como la vaca blanca. Una vez que el tío Ruperto llegó por la tarde a la casa de Víctor le hizo botar la melcocha de un solo golpe en la cabeza y, escupiendo, le dijo que se iba a morir, que iba a empezar a toser, a botar sangre como la viejita Elvira y que se iba a volver tísico. Y no creían. Porque las melcochas eran muy ricas y no tenían gusto a enfermo ni a nada feo. Y, por último, a ellos no les importaba.

Ahora están repicando las campanas. Ya me ha dado miedo. Creerán que me he muerto. Me habrán buscado por todas partes y como no me han encontrado, seguro dirán que me he muerto. ¡Y me van a enterrar! Están repicando las campanas como cuando se murió mi hermanita Consuelo, ahora poco nomás, cuando se murió por haber comido tierra mientras mamá cosechaba las papas y la había dejado sentadita sobre la manta y que la Consuelito se fue arrastrando, arrastrando su potito hasta llegar a la tierra y se comió como si fuera azúcar, ensuciándose de barro toda su carita. Y le vino mucha diarrea y aunque le dieron agüitas de un montón de yerbas y aunque le dieron remedios de Lima, esos remedios que nos daba el cura Rivera, el cura pedón que se tiraba sus pedos cuando conversaba en las tiendas y que se reía diciendo salud para mi cuerpo, diversión para mis amigos; aunque le dieron hasta pastillas y todo, mi hermanita Concho, la única mujer que había traído mi mamá después de cuatro hombres que somos nosotros, se fue poniendo amarilla, amarilla como las ceras de las misas y se murió. Entonces repicaron las campanas. Como ahora están sonando, repicaron. Me da miedo. Quiero llorar, los mocos se me chorrean. Pero no vaya a ser que me oiga ese Marcelo y venga, y como me tiene cólera porque peleo con él, me encuentre y diga vengan, vengan, ya lo he visto, ya lo he encontrado y todos le agradezcan, muchas gracias, buen muchacho eres, le digan. No. No voy a llorar. Aunque me estén andando esos como gusanos por mi cintura y por mis pies, esos como gusanos que aparecen cuando el cuerpo se cansa, cuando se adormece; aunque me estén andando por todas partes, no me voy a mover. Si dicen que me he muerto, seguro van a estar llorando. Si me quieren, van a llorar. Mi mamá es la primera, la que llora más fuerte, seguro. Ella me quiere más que todos. Aunque enantes me haya dado con la taza vieja en la cabeza ella me quiere más que todos y por eso va a estar llorando fuerte como las campanas. Me habrá pegado por miedo, seguro; le daría cólera por miedo a mi papá, seguro, por eso me habrá tirado con la taza cuando iba a tomar mi agua de orégano. Le daría miedo porque mi papá le resondra primero a ella, le insulta por cualquier cosa que salga mal, por cualquier cosa que nosotros no hacemos bien. Y eso de traerse lo huevos de la gallina color de la ceniza seguro estaba mal. Porque yo vi que mi mamá descubrió el mantel, hizo zonas uno por uno al lado de su oreja y dijo ¡ayayayay… este muchacho ya nos fregó, ya nos hizo perder toda la empollada, ya se trajo todos los huevos que la gallina color de la ceniza estaba calentando! Desde ese momento empezó a pelear con mis hermanos que habían salido de la escuela, casi al cerrar la noche, y desde allí comenzó a tirar todo lo que agarraba para cocinar o para servir. ¡Qué dirá tu papá, qué dirá el gritón de tu padre; ahora seguro te mata!, me dijo. Y cuando me tocó el turno de agarrar la taza con agua que me había servido, ahí fue que me dio con la otra de porcelana, esa taza vieja que solo se usa para servir porque está deslozada y tiene un montón de huequitos en el fondo. Y ahí fue que yo me salí. Y sobre este montón de piedras estoy convertido en una más de ellas, creo porque el Venancio no me ha visto a pesar de que ha pasado dos veces por acá cerquita, con su mechero de querosene, hablando solo, gangueando solo. Ahora se han callado ya las campanas. Aguantando mi respiración estoy oyendo llorar a mi mamá. Papá está habla que te habla como si estuviera triste, como si estuviera consolando a mi mamá; y no está gritando, no está rabiando, no es su voz como cuando nos pega. Mis hermanos también parece que quieren llorar. Oigo a Pedro, a Venancio y a Gregorio que , en montón y sin parar, dicen ¡Víctoor…!, ¡Ñatooo…!, ¡Flacoo…! Voy a salir. Creo que ya no me van a buscar y de repente van a poner flores ahí en la mesa, van a comprar bastante coca, van traer botellas de ron y van a sentarse toda la gente del pueblo, tomando y escupiendo toda la noche, como cuando se murió mi hermanita Consuelo. Quiero levantarme, quiero moverme, pero mi cuerpo está tieso como las piedras, ya no siento ni los gusanos, ni frío tengo, no veo nada, todo negra, negra, peor que la olla grande de mamá, está la noche…

¡Miren, miren cuántos huevos he traído!, dijo. Los hermanos de Víctor estaban escribiendo sobre la mesa grande, sobre esa mesa que siempre estaba cubierta de un hule viejo rojo y floreado. ¡Tortillas, tortillas!, dijo Pedro, el más comelón. ¡Huevo estrellado, huevo estrellado!, saltó Venancio. Y Gregorio, el mayor: ¿De dónde has traído tanto huevo? Del gallinero, dijo Víctor con orgullo. Ayer hemos traído todos los huevos que había para comer, replicó Gregorio. La madre empezó a hacer sonar los huevos cerca de sus orejas, ploc, ploc, ploc, a una lado, ploc, ploc, ploc, al otro lado y acabó con el entusiasme de Víctor. Con cuanta alegría habían cargado él y la Antuca el delicado atado que hicieron con pajas y ramas secas en el mantel grande. De puro contentos, hasta agarrados de las manos habían caminado, como jóvenes, como el Blas con la Colasha, como el Pancho y la Shatuca. Sudando, sudando se habían sentado varias veces para subir la cuesta. La bajada, en fin,, había sido fácil. Corriendo habían bajado. Temprano habían almorzado, antes de que el sol llegue al centro del cielo habían salido del pueblo con la comida de los perros y el trigo para las gallinas. Los hermanos mayores iban ya a la escuela y por eso, ellos que eran grandes, no podían llevar todas esas cosas hasta Paraguay. Y como Víctor todavía no iba a la escuela le mandaron otra vez. Pero, para que no sucediera como el otro día, su mama le rogo a la viejita Elvira para que su nieta la Antuca acompañara al niño. Entonces sí que la mamá de Víctor estuvo segura de que el chiquito, el flaquito, iba a llegar a Paraguay y que no iba a suceder como la otra vez que le mandaron solito y él no llego, no fue hasta donde los perros y las gallinas esperaban su comida porque se había cansado; le había dado la flojera llegando, nomás, a la quebrada de “Isladentro” y ahí tiro el trigo y los desperdicios a un hueco de junto al camino, lo cubrió todo con tierra y con piedras para que no se viera y se regresó al pueblo. Al verlo llegar, su mamá le dijo, ¿tan temprano? Y él contesto que había ido corriendo, y que los perros estaban bien y que las gallinas cantaban, cantaban de contentas después de haber llenado su buche y que el tío Juan “loco” le había avisado desde lejos que un halcón había correteado al gallo blanco y que la laguna de junto al aliso estaba llenecita de agua y que… Habló tanto, tanto, el flaco Víctor que su mamá dijo ¡huumm, humm…! y después cuando llego el papá, la señora le conto todo y el viejo bigotudo dijo también ¡huuum, huuumm…! Y al otro día, bien de madrugada, el viejo se fue a ver si los perros habían comido y si las gallinas también. Y cuando regresó dijo que no, que no habían comido. Y Víctor se calló primero y en seguida dijo que sí, que sí había ido con la comida hasta la misma casa de Paraguay. Y, entonces, para enseñarle, su padre sacó los chanchos que estaban roncando en el pesebre del pueblo y le dijo ¡vamos!, ayúdame a arrear los chanchos hasta Paraguay. Y así, junto con su padre y con los chanchos anduvieron el camino apurados, nomás, corriendo, corriendo cuesta abajo. Y los chanchos iban oliendo todo, hociqueando todo, peleando entre ellos, buscando cualquier cosa que les sirviera de comida. Ahí descubrieron a Víctor. Al llegar a la quebrada de “Isladentro”, la más vieja de las chanchas esa que sepa recia a una perra galga, corrió adelante, roncando, roncando como si dijera ¡comida, comida!, y con su hocico largo se plantó en el hueco y con dos trompazos aventó lejos las piedras y, mordiéndose con los otros chanchos que se le fueron encima, empezó a tragar la comida que había encontrado. El viejo botó a pedradas a los cochinos y llamó con su mano nomás al flaco. El pobre niño enclenque no quiso acercarse. Pero su padre lo llevó tirándole de las orejas y esto qué es, le dijo. Y allí mismo, delante de don Cirilo Huaita que estaba mirando todo desde su corral juntamente con sus hijas, allí mismo le dio una tanda bien templada de correazos para que Víctor no aprendiera a mentir más. Después le hizo atajar a los chanchos y todos juntos volvieron al pueblo. Por eso, esta vez, para que no sucediera todo ello, su madre le busco una compañera a Víctor y le mando con la comida de los perros y las gallinas hasta Paguaray.

Mejor hubiera ido yo solito y seguro no me hubiera traído los huevos de la gallina color de la ceniza. Nasa hubiera pasado. Mi mamá no hubiera llorado, ni hubieran repicado las campanas, ni tanta gente, tanta familia, todo el pueblo, toda la comunidad, no se hubiera levantado con sus velas, con sus mecheros a buscarme. Pero no me ha pegado mi papá. Él está ahora am i lado, yo estoy sobre la cama, y de vez en vez me toca la frente bien bonito, suavecito… Mi mamá me ha traído sopa caliente de fideos, me ha pelado las papas y me ha hecho comer como a enfermito. Mis hermanos se han ido a dormir después de dar vueltas y vueltas, mirándome, mirándome, alrededor de la cama donde estoy tirado, solo, como nunca solito en una cama entera, en está cama donde duerme mamá. Y ellos, mis hermanos, me han preguntado que dónde estuve, que dónde me había metido. Ahí sobre el montón de piedras, les he dicho. Pero si yo he mirado bien, bien para ahí, ha explicado Venancio, varias veces he pasado por allí y me ha dado miedo, miedo por algo que brillaba como ojos en las piedras. Y mi mamá hablaba despacito, alargando bonito sus palabras, como queriendo decirle a mi papá que no deben pegarme otra vez, porque ya ves lo que ha pasado ahora y que todo el pueblo se ha enterado y que toda la familia qué estará diciendo… Mi papá mueve para arriba y para abajo su cabeza y dice hum, hum…, pero es un hum triste, triste como la mirada de Antuca que yo descubrí apenas pude abrir los ojos aquí, en esta cama donde estoy tendido. Con mi linterna de pilas, con esta que he traído de Lima, te he encontrado, me ha dicho la Antuca, con ésta, mira, se machuca aquí y ¡ras! Prende, me ha enseñado y después me ha dejado encender y apagar su linterna de pilas que bota bastante luz para adelante y que seguro por eso ella sí que me encontró tirado, cerrando mis ojos sobre el montoncito de piedras detrás del muro del zaguán viejo. Ahora la Antuca ya se ha ido y mi papá está examinando los huevos que ella y yo hemos traído desde Paguaray. Ya no sirven, se han movido por completo y ya se han hecho hueros y los pollitos que se estaban formando se han entreverado con la cara y todo, dice. Ahora se va donde mi mamá, se sienta junto a ella y mirándome, mirándome, la abraza. Y eso sí que me gusta de verdad. Que papá abrace a mamá me hace acordar a cuando la Antuca me agarraba de las manos mientras veníamos cargando los huevos, al cerrar la noche, y yo me sentía más grande que los cerros, más alto que los eucaliptos que venía viendo contra el rojo horizonte allá lejos, lejos…  

1 comentario:

  1. Gracias por difundir este tipo de textos, tan difíciles de ubicar en la red.

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