sábado, 28 de julio de 2012

La Señorita de Portugal

Hipocampo Editores
2008


En este ómnibus nadie me conoce ¿Quién será la chica de los ojos hinchados? Podría responder con una tarjeta. “La Señorita de Portugal” había escrito en todas mis tarjetas de presentación, aunque para todos los tatuadores del jirón yo fuera “La vedette”, apelativo nada despreciable pues peores cosas me habían dicho a lo largo de mis veinte años. Sé que de eso no podía culpar a nadie, Jackeline Espantoso es el nombrecito que cargo en mi DNI. Mi apellido me hizo añicos en el colegio y me selló un pacto con los espejos.

No sé coser. En un colegio de Arequipa la miss Ana Perla todavía me recuerda como la más bruta de su clase de manualidades. Fue en esas sesiones de bordado que descubrí aquel extraño placer que producen los pinchazos de aguja. Por eso, a los quince años me hice mi primer tatuaje, el mejor regalo de cumpleaños que me dio papá en una de sus anormales visitas de los sábados. Escogimos dos hermosos delfines de un turquesa celestial que puse en mi espalda cerca del hombro. Después del tatuaje pasé a ser la maldita del salón, la que llamaba la atención de los chicos. Ninguno sabría que sólo era un cangrejito que nunca había visto el mar y yo podía vivir con eso, de veras, me importaba un carajo no haber besado a nadie más que a mi mano, concentraba mis días leyendo por puro placer todo lo que anclara en mi puerto o me la pasaba dibujando, no concebía ni concebiré la vida sin mis amados dibujos.

No me exigieron estudios universitarios, mientras no me atravesara en el camino de mi madre y sus telenovelas o entre mi padre y sus mujeres todo se reducía a un “OK, darling, ya estás grande para hacer lo que quieras”. El problema es que nunca he sabido qué es lo que quiero hasta ahora, que estoy en este ómnibus pensando que la luna es bastante útil si buscas respuestas. Después del colegio me enclaustré en mi casa, fue cuando me di cuenta de que estábamos en la miseria, mi papá acababa de tener un niño con su segunda esposa y yo acababa de cumplir dieciocho sin ninguna gana de pedirle nada. Nos mudamos a un mini departamento dejando la casa con jardín y columpio a un precio regalado. Vivíamos holgadamente porque mamá puso un restaurante admirable, lo único que admiro de ella es el amor con el que cocina, entrega todo en sus postres por eso anda con esa mirada desalmada que nunca heredé.

Un tío me contrató en su agencia de viajes como recepcionista, tengo el tipo, de esas que se acuestan hasta con el portero, una modelo small que parece tener escrito en la frente: “Las mejores mamadas de tu vida”. Hice un par de amigas en ese trabajo con las cuales iba a bailar en las noches y de compras cada fin de mes. Ellas siempre hablaban de sus terribles historias de amor y hazañas en la cama. Cuando me preguntaban sobre mis amores yo sólo evocaba a un niño que intentó besarme en la boca y me besó en la oreja, licuaba ese recuerdo con Marlon Brandon hasta formar un sancochado del cual podía extraer varias historias tan terribles como las de ellas y presumir de hazañas coitales dignas de una trajinada meretriz.

El destino de una mujer está descifrado en los brazos de su primer hombre. Como mi primer hombre era un invento, sólo yo sabía que mi imaginación trazaría mi ruta; aunque siempre hay algo que falla, no pude impedir, por más trágico que suene esto, que una feria se pusiera frente a mi trabajo.

Visité la feria con mis amigas para ver a una cartomántica que a cambio de diez soles diagnosticaba embarazos con sólo mirar las pupilas. Cuando pasé por el stand de Marcelo la máquina de tatuajes dejó de sonar y se quedó mirándome, yo me volví con una sonrisa en los labios, sabía que me estaban admirando, pues ya estaba acostumbrada al acoso de los hombres, mi especialidad siempre ha sido coquetear y escapar. Pero hubo algo en aquella mirada que me asustó, era una mirada de reconocimiento, los diez soles debieron haber sido para él, supo leer bien mis cartas pegadas en la frente.

Después de ese cruce de miradas, coincidíamos de vez en cuando en los restaurantes a la hora del almuerzo y una tarde se asomó en mi trabajo buscando información sobre viajes a Cusco. Mi frialdad no lo neutralizaba, incluso parecía gustarle. Finalmente terminó convenciéndome para visitar su stand en la feria.

Le mostré mi tatuaje esperando halagos pero me lleno de burlas, que era el peor tatuaje que había visto, que cómo había permitido que me malograran la piel. Quería tener siempre la última palabra como un niño pequeño, era dueño de una lengua burlona y agresiva. Por ratos sentía que me iba a hacer llorar, las palabras más crueles salían de su boca disparadas en distintas direcciones para recaer siempre en mi tatuaje. Ante eso lo único que pude hacer era solicitar su ayuda en calidad de artista de la piel. Me citó en el lugar donde se estaba hospedando, fui a pesar de que me habían dicho que los tatuadores eran fumones, bricheros, sectarios, entre otras flores. No tenía miedo, Marcelo se veía diferente y hablaba con mucha pasión de Patrick Süskind. Tampoco tenía muchas expectativas, me resbalaba su aparente indiferencia porque no me atraía físicamente, sólo fui con ganas de jugar un poco y recibir de una buena vez mi primer beso. La idea de que el tipo quería llevarme a la cama era demasiado grande para mí, una cojuda con la manía de hacer un dibujo diario; en pocas palabras sabía en qué me estaba metiendo, pero no quería admitirlo.

Jamás había entrado a un hostal, no alcanzaba a comprender la pequeñez de los cuartos, ni por qué tenían espejos en las paredes, sólo me di cuenta que no estaba soñando cuando sentí la aguja sobre mi piel. El sonido chirriante de la máquina acompañaba al dolor inaguantable y cuando vi mi sangre en sus manos me asusté. La primera vez que me tatuaron yo estaba con un papá desconfiado que exigió anestesia local y que no dejaba de advertirme que no viera mientras me estuvieran tatuando, pero en ese hotel de medio pelo sentía como si me acuchillaran por la espalda mil dagas por segundo. Nunca antes me escuché gritar así. Cálmate, déjame a mí; me decía. Yo desconfiaba, muchas ideas se me vinieron a la mente: el SIDA, la hepatitis y todo lo que me podía contagiar esa gracia. Ya no aguantaba el dolor, le pedía que se detuviera, pero el ruido de la máquina me callaba. Media hora duró mi tortura. Supe que había acabado cuando me limpió la sangre con papel higiénico untado con desinfectante y me puso un plástico encima. Tienes una hermosa espalda, sentí su voz en mi oído, en la piel descubierta, en la profundidad de esos segundos y sólo veía mis manos nerviosas apretándose. Gracias por dejarte marcar, le escuché decir.

Sucedió. Era semejante a comer sandía. Aprendí el significado de la palabra besar mientras sentía su lengua dentro de mi boca; no había ningún sentimiento en ese beso, sólo sorpresa, no pudo ser mejor. Entonces se separó de mí con una sonrisa y apagó la luz diciendo: Lo sabía. Una nunca se imagina lo que son las manos de un hombre, mi imaginación se congeló, había tanto con sólo juntar piel con piel y labio con labio; daban ganas de salir corriendo. Cuando me di cuenta de lo que pasaba, Marcelo ya me estaba besando los senos. Alguien en mi mente me decía que estaba soñando, que no podía ser real.

Supongo que fue más fácil hacer el resto. Todas mis amigas mencionaban al dolor, pero ninguna me habló de martirio, ni de rayos que parten en dos. Mis gritos pasaron desapercibidos pues el placer hacía que Marcelo ensordeciera. Debajo de su cuerpo frenético yo llegaba a conclusiones inservibles: Las poetas que había leído en mi adolescencia tenían razón, las películas porno exageraban y las telenovelas mentían descaradamente. Hasta ahora no sé como aguanté. De niña tenía una cajita de música, mamá me hacía escucharla cuando tenía fiebre, el mejor Nocturno de Chopín sonaba y me hacía sentir tanta ternura como la que me dio Marcelo con su golpe final. Una belleza inmensa me embargó, eso que llaman orgasmo. Lo quise abrazar, pero él estaba en otro planeta ¿Cómo hace un hombre para convertirse en hielo en cuestión de segundos? Te voy a maltratar el tatuaje, me dijo y se fue al baño, entonces comprendí mi utilidad y me puse a llorar como a un niño al que se le quita un dulce. Prendió la luz cuando ya estaba vestida. Puta madre ya te lastimé el tatuaje, dijo mirando la mancha de sangre en la cama. Si le hubiera dicho que era virgen no me hubiera creído, así que lo oculté. Me acompañó a tomar un taxi, por el camino le contaba anécdotas de mi hombre imaginario segura de que me creía. Al verle bien el rostro bajo la luna de esa madrugada, la primera de mi vida, me di cuenta que era el ser más hermoso del mundo, no entendía cómo no me había dado cuenta antes, entonces le dije ¿Quieres verme de nuevo?, y me respondió sonriendo: Nuestros trabajos están cerca ¿No?

El dolor se fue en las siguientes veces dando lugar al placer más fresco y no hablo sólo de sexo, Marcelo me hizo tres tatuajes más. Empezó con una orquídea oscura en un tobillo, pasó por mi pantorrilla izquierda con una calavera mexicana y se estacionó en mi espalda con un enorme duende tocando la flauta. Congeniábamos tan bien que me animé a mostrarle mucho más que mi cuerpo, tal vez ése fue mi error. Sentía que lo aburría con mis detalles de niña desubicada y mis historias tontas. Todo era tan nuevo que no lo asimilé bien, siempre he minimizado las cosas para no dañarme porque mi coraza estaba recién pintada de un rojo intenso.

Nadie entendió ese color, mucho menos mamá. Tuve que aguantar un par de cachetadas cuando se enteró, nunca la había visto tan histérica y tan parecida a mí. Me botó de la casa y sólo me quedó chantajear a mi tío para que no me despidiera de la Agencia. Me fui a vivir con “esetatuadordemierda” ignorando advertencias de todo el mundo. Nuestra convivencia era tranquila y muy educativa porque después que vio mis dibujos decidió que me enseñaría a tatuar. Es como coser me decía y yo guardaba en secreto que no sabía coser, ni bordar, sólo sabía abrir la puerta para jugar. Aprendí, cambié mis cartulinas por pellejos de chancho hasta que conseguí una pequeña experticia para poder llenar de color algunas pieles.

Nuestro cuarto de hotel quedó lindo después de pegarle mis dibujitos por todas partes y cuando pensaba que era mi sweet home, la feria cerró temporada. Yo me voy para Lima, me dijo Marcelo cuando le pregunté adónde iríamos, fue la primera vez que me vio llorar. Al parecer lo impresioné porque aceptó llevarme con él siempre y cuando yo entendiera su ritmo de vida sin ningún reproche.

Creo que me di cuenta de lo mucho que quería Arequipa el día que pisé Lima y vi ese cielo triste, los colores de mi paleta se hicieron más intensos como para burlar esa peste. Por lo demás, todo estaba bien, pues los amigos de Marcelo me recibieron como a una más del grupo. Alquilamos un cuarto que era de lejos más respetable que el que dejamos en Arequipa, permitió que lo decorara a mi gusto y me buscó un lugar en el estudio de tatuajes donde él trabajaba, el “Latin Tattoo”. Teníamos mucho sexo, dejaba que le cocinara. Yo era feliz.

Mi felicidad era tan luminosa como la noche que inunda este ómnibus. Todos aquí parecen dormir, sólo una pareja que está sentada en los asientos de atrás está despierta. Hacen el amor silenciosamente con los dientes apretados, lo sé con seguridad, podría reconocer esos murmullos donde fuera. No es nada insólito, ya había escuchado algo así en el “Latin Tattoo”, recuerdo que iba en busca de volantes y encontré a Marcelo tirando con una clienta en la trastienda, un cuartito de mierda donde apenas cabía una persona. Esperé a que salieran, la clienta me miró de pies a cabeza con una sonrisa compasiva, era guapa, una rubia natural con cinco piercings visibles y vestida totalmente de negro. Marcelo la despidió contento, se volvió hacia mí y me invitó a almorzar. Yo; que quería golpearlo, insultarlo, abrirle el pecho para ver si así sentía mi dolor; sólo atiné a decir: sí, ya tengo hambre.

Eso sólo fue el principio del largo desfile de mujeres que lo buscaban para que él se las llevara a la trastienda. Cada vez que esto sucedía, me deshacía en rencor, apenas podía aguantar las ganas de llorar y los demás se daban cuenta, hasta me bromeaban para animarme. Yo las observaba muy bien, a veces charlaba con alguna de ellas tratando de encontrarle una razón, algo que justificara mi pena, pero sólo pude notar que todas tenían la piel muy blanca y eran rubias naturales. Marcelo cambió conmigo de a pocos, se desaparecía, ya no me dedicaba los domingos para mostrarme la ciudad, no tenía tiempo para escuchar mis historias y dejó de hacerme el amor.

Decidí cambiar, parecerme un poco a esas mujeres de la trastienda y teñí mi cabello negro de un rubio pajizo. Cuando Marcelo me vio se mató de risa pero volvió a abrazarme con fuerza ¿Por qué te gustan las rubias?, le pregunté acariciándole el rostro. Con su semblante indiferente de siempre respondió: porque se parecen a Hanna.

Hanna resultó ser una alemana que se quedó unos meses en Lima, la que le regaló a Marcelo toda la ropa de marca que tenía. Él podía parecer un brichero ante los ojos de todos, pero auque parezca ilógico tengo la certeza total de que estaba con ella por el más verdadero amor.

Después que mencionó su nombre por primera vez no dejó de citarla a cada instante. Hannah dijo que yo era un niño inagotable, Hannah pensaba que los tatuajes eran sólo un trauma de mi niñez, no conozco una mujer más insólita que Hannah, cuando conocí a Hannah sentí que me volví humano, Hannah aprendió a besar leyendo poesía peruana, Hannah no se acostó conmigo hasta que me corté el pelo y me afeité. Tenía a la tipa metida entre ceja y ceja. Al principio me dolía escuchar su nombre, después fui asimilándolo hasta que la llegué a admirar.

Para no aburrirme hice unas cuantas amigas, todas menores que yo. Bailábamos hasta consumirnos, me convertí en su celadora de cocaína, sólo las dejaba drogarse lo necesario para que no perdieran la chispa mientras que con mi vaso de ron intentaba igualar la psicodelia. Ellas me presentaban chicos que me iban a visitar al local con los que coqueteaba descaradamente ante la presencia de Marcelo que sólo se hacía más callado. Las mujeres de la trastienda se hicieron más asiduas y yo volví a los libros. Pero aunque casi no quedaba nada del fuego y la alegría que nos unió estábamos juntos, él disfrutaba contemplar los cien dibujos que yo había acumulado desde que nos conocimos.

Cuando el invierno se acentuó más, Marcelo ganó el primer premio en una Convención de tatuajes. No me cansé de aplaudirlo, estaba tan emocionada por él; empezó a ganar más, se daba el lujo de escoger a los clientes hasta que ya sólo atendía a los extranjeros, mientras que yo tatuaba dibujos pequeños sin ninguna pretensión, a veces planos y sin color. Fue por esa época que me comenzaron a llamar “la vedette” por la ropa colorida que usaba, siempre creí que vestir de negro atrae la muerte y yo no quería morir, no antes de haberme casado con Marcelo, de darle tres hijos y de poner nuestro propio estudio de tatuajes.

Nos mudamos a un departamento en la avenida Emancipación con dos amigos, Roberto y Lito, que llegaron con sus respectivas flacas, éramos tres parejas viviendo juntos y revueltos en una especie de arca de Noé. Me querían mucho y yo siempre estaba riendo.

Marcelo llegaba a dormir después de la medianoche, siempre lo esperaba para servirle el postre, a veces también a sus amigos. Un día me lanzó la dulcera de la nada, fue la primera vez que me dijo: “puta espantosa”, me increpó el haberme acostado con Roberto y no recuerdo cuántos más. Él conocía muy bien el dolor que me produjeron nuestras primeras noches, sabía de sobra que era el único amante que había tenido, pero se estaba divirtiendo emputeciéndome a diestra y siniestra: ¿Crees que le alegras la vida a alguien con tus huevadas? Mírate al espejo, te gusta vestirte del rojo más puto que haya visto, ya no me das risa, me da bronca que pretendas ser especial, tu sonrisita de payaso me llega. Me hubiera gustado matarlo, cortarle su maldita lengua, pero entendí que todo lo que me dijo era cierto, no pude más que llorar hasta que Roberto intervino y me mandó a dormir. No le hice caso, salí a dar una vuelta y vi a Lima desmaquillada. Prostitutas, mendigos, ladrones, esos son los seres que navegan en sus noches. Llegué hasta la avenida Tacna y su alma me consoló. Hubiera amanecido en ese sitio descolorido si no fuera porque desde la otra esquina unas prostitutas comenzaron a silbarme y a mostrarme como colmillos lo que parecían ser navajas.

Cuando regresé al departamento Marcelo no estaba, lloré el resto de la madrugada y me levanté tarde. No fui a trabajar, tampoco cociné, sólo me dediqué a escuchar música ochentera mirando mi soledad por la ventana. Él llegó como a las cinco de la tarde, entró al cuarto sin tocar, se sentó en la cama sin decir una palabra y sacó de su casaca una cajita de música cuya melodía embargo mi alma y él embargó mi cuerpo otra vez. Qué dulces eran sus besos, condicionaban al desmayo y al teperdonotodo, me habían convertido en esa cajita de música, un juguete automático de la belleza más simple. Ese día me volvió a tatuar, esta vez fue una golondrina enorme en el pecho.

El invierno estaba en su apogeo, ya no necesitaban tanta gente en el “Latin Tattoo”, me despidieron a pesar de que Marcelo me defendió a capa y espada. Lo cierto es que la gente no quería dejarse tatuar por una mujer de uñas rosaditas, mi aspecto era demasiado inofensivo. En los otros estudios también me rechazaron, tuve que aceptar que mi talento estaba demostrado sólo en cartulinas. Roberto me consiguió un trabajo como jaladora en su local y allí estaba yo muriéndome de frío, con volantes en la mano y haciendo globos con mi chicle para despejar el aburrimiento. En ese estudio aprendí más que en el otro, Roberto era un maestro más colaborador, pero la calle era monótona, lo único bonito era observar los ocasionales niños que pasaban, verles el rostro de expectativa o de total indiferencia ante los escaparates era mi película favorita.

Debes marketearte, me aconsejaba Roberto. Un día apareció con medio millar de tarjetas rosadas que decían: “Jackie, la señorita de Portugal – Tatuadora”. Cuando le pregunté del por qué del apodo simplemente respondió que un día alguien se querría casar conmigo. Le di las gracias por el detalle pero no le pagué en especias como me lo propuso; se tuvo que contentar con un dibujito, una mariposa que pegó en el espejo de su cuarto.

A Marcelo no le gustaron las tarjetas: Parecen de puta, pero igual las repartiré, si no la haces como tatuadora serás la puta más famosa del mundo. Mientras lo veía reírse pensaba que era verdad, yo era devotamente suya, tan devota como una puta, putamente suya.

Me acostumbré a la inseguridad, en mi mente había un gran signo de interrogación acompañado de una equis palpitante. Mi imaginación se concentró en las calles, en la noche, en la música. Ya sólo leía poemas y mis dibujos exageraban la tristeza. Me aburría gastando zapatos, pero era suficiente para llegar cansada a la cama y dormir sin soñar. Una exhausta noche, Marcelo me despertó. Estaba eufórico. Renuncié, ya no trabajo más en el “Latin Tattoo”, los mandé a la mierda. Sabía que algo así sucedería, era muy ambicioso, llevábamos cinco meses en Lima, pero él ya no quería volver a errar en provincias, había colgado al vagabundo que llevaba dentro y buscaba hacerse rico con un estudio propio.

Comenzaron los preparativos del nuevo estudio, ya casi ni lo veía, no es que él hubiera querido mantener sus asuntos en secreto, nuestras conversaciones siempre eran sobre el avance de sus proyectos, sino que algo comenzó a fracturarse en mí. Para esas situaciones siempre están los amigos y yo había hecho tantos que mi agenda estaba reventando de ellos. Dejé de llegar antes de la medianoche para esperarlo con mis postres. El tranvía llamado deseo se petrificó más que el tren eléctrico de Lima. Hasta que un día yendo de compras miré al cielo y reconocí ese celeste, era uno muy parecido al de Arequipa, claro que no se comparaba con su belleza, pero al menos había expectorado esa peste ploma del firmamento, era el comienzo de otra estación

No había dejado de amarlo, el amor estaba allí volando como una mosca, de lo contrario habría buscado los brazos de Roberto que estaban estirados desde que nos conocimos. Había callado el Marceloteamo por temor a asustarlo. Mi amor asimiló el silencio y la apariencia, se acostumbró a la distancia.

Mi frialdad volvió con un vigor rejuvenecido. Nuestros mundos convergían en la cama sólo para dormir, muchas veces lo sentí despierto dándome la espalda, ambos conectados en un estado de sin admisión. En la mesa le contaba que Roberto bailaba muy bien, que estábamos saliendo juntos “comoamigos”, él arrugaba la frente y no decía nada, parecía que le daba igual, intentaba lastimarlo y era yo quien me partía en dos.

Y una vez llegué pasando la medianoche, él estaba allí esperándome. Cuando le comenté mi sorpresa, sólo dijo que siempre estaba allí para mis postres. Nos sonreímos reconociéndonos y me llevó a la cama como la primera vez. Habían pasado semanas, muchas semanas sin besarnos, ni hacer el amor; Recordé al feo cuarto de hostal como un mundo maravilloso. Has aprendido mucho, no olvides quién te enseñó, me dijo con voz ronca, entonces abrí los ojos y vi su nuevo tatuaje, era el nombre de Hannah escrito en su pecho a la altura de su corazón. Bonito tatuaje, le dije. Me lo hizo Lito, es una sorpresa, ella regresa dentro de dos semanas. Entonces lo comprendí todo, se estaba despidiendo. Ok, entiendo: fue mi única respuesta. Sabías que esto no era para siempre, dijo abrazándome, ¿quieres que te haga otro tatuaje?

Me tatuó una pequeña nota musical al final de mi espalda esa misma madrugada, me dijo muy animado que me podía quedar con el cuarto, que Hannah le había enviado dinero para comprar una casa, que estaba invitada a la inauguración de su nuevo local, que todavía nos quedaban unos días y suficiente tiempo para que lo extrañara, que no llorara porque él era sólo un taxi en la gran ciudad que me esperaba y que estaba orgulloso de mí.

Creo que yo estaba sorda porque no escuché nada más, era como un pez pequeñito en un mar brumoso. A media mañana me dio un beso y se fue a firmar el contrato de alquiler del local. Prometió volver para almorzar, yo prometí hacer mi mejor postre. Pero apenas lo vi doblar la esquina metí todas mis cosas en la mochila. Me paré frente al espejo, sentí pena de mi cabello negro, me tiré en nuestra cama y lloré hasta cansarme con la boca abierta, con los ojos apretados. Cogí el lápiz labial más puto que tenía y volví al espejo con intenciones de rayarlo, pero me detuve, sólo conseguí dibujar una estrella que borroneé. Me puse al hombro la mochila con mucho esfuerzo, pesaba demasiado y eso que dejé muchos dibujos y algunas de mis ropas coloridas. Escapé sin despedirme de nadie. Afuera, el sol comenzaba a quemar tímidamente.

En la agencia de buses recordé que sólo tenía dos billetes uno de cincuenta y otro de diez, me había gastado toda mi quincena en tintas y víveres pero no me preocupaba. Mi problema era tener para el pasaje y no saber a donde ir. Marqué en mi celular el único número que tenía en la sección familia. Mamá soy yo ¿Puedo volver? La escuché molesta pero me dijo que sí, que ojalá no estuviera embarazada, que hablaría con mi tío para que me diera trabajo nuevamente y que mi papá estaba muy decepcionado de mí. Yo sólo le dije que me esperara, que llegaría pronto y colgué.

Arequipa estaba más hermosa que nunca, amaneció y este es el verdadero celeste que estuve buscando en mi paleta. Seis meses se han ido y el miserable hostal de esa primera vez nunca se iría de su avenida, por eso ni bien bajé en la Terminal me subí a este nuevo ómnibus rumbo a Piura.

Supongo que no me querrán visitar, pero llamaré a mamá en cuanto llegue a Piura ¿Cómo será? ¿De qué color será su cielo? Hay un sol radiante, indiferente al sopor de este ómnibus. Todavía tengo mis tarjetas de presentación, puedo tatuar en algún lugar, algo se me abrirá, tiene que ser así porque sólo me queda el billete de diez soles. Tal vez el hombre que está sentado a mi costado, el que no deja de mirarme los labios, le interese una de mis tarjetas o algo del arte que aprendí, puedo acumular muchos billetes de esa manera ¿Cuánto pagará? Después de todo ahora sé abrir la puerta para jugar. Me pinto la boca de mi rojo favorito y me miro en el espejo de mano. Me da tanta pena el haber olvidado la cajita de música que Marcelo me regaló.

miércoles, 18 de julio de 2012

VÍCTOR Y ANTUCA


Ediciones Nueva Crónica, Breña
pp.31-39



El Venancio ha pasado dos veces cerca de mí. Pensé que me había visto. Pero el lamparín de su mano, pomo y mecha de trapo, quería apagarse con el viento. Por eso, seguro, no ha podido verme. Hasta ha mirado bien para acá. Pero ni así me ha visto. Piedra es, habrá dicho, piedra es que está brillando como ojos habrá dicho. Y se ha ido. La noche está negra, negra. Me da miedo. Hace frío. Pero no me ha visto. No me ha descubierto el Venancio. Sobre este montón de piedras estoy, acurrucado, doblado como el perro “Cuto”, con la cabeza entre las piernas, estoy. Sólo mis ojos se mueven buscando las estrellas de la noche. Pero el cielo está también negro, negro como la olla grande de mamá, aquella en la que hace la comida cuando va mucha gente del pueblo a sembrar las papas en la chacha, aquella olla de boca grande en donde me gusta echar la cabeza y gritar para que mi voz me sople la cara. Así de honda está la noche. Por eso, seguro, no me ha visto el Venancio. Con su lamparín casi apagándose, humeando a querosene, ha pasado. Piedra es, piedra está negreando, habrá dicho. Yo estoy así, sobre este montón de piedras, desde cuando la cólera de mi mamá oscureció mi cara, desde cuando mi alegría se hizo negra, desde que mi cara se mojó con el agua de mis ojos. De mi costilla más abajo, en la parte de atrás, una piedra me está haciendo doler con la punta de su cabeza. No quiere que la aplaste, seguro; también a ella le estará haciendo doler mi cuerpo flaco, quién sabe. Pero no me voy a mover. Este montón de piedras está arrinconado detrás, nomás, detrás del muro viejo, junto al portón grande, donde antes era el zaguán, cuando la casa de mi abuelo no se había partido todavía mitad para mi tía Dosha, mitad para mi mamá. Este montón de piedra son los desperdicios, los huesos de la pared que antes cercaba, por medio del zaguán, la casa de mi abuelo. Esa pared me servía también de caballo por las tardes. Pero ahora, estas piedras están, pobrecitas, sin barro que las cubra, frías, arrumadas contra el muro de adobe, abrigándose unas a otras con sus cuerpos llenos de polvo están. Aquí, sobre este cerrito de piedras, detrás nomás de la cocina, estoy. Desde que iba a empezar a tomar mi agüita de orégano y mamá golpeó mi cabeza con la taza vieja, con esa que estaba sirviendo, desde esa hora estoy. Llorando me salé de la cocina, agarrando mi cabeza quise irme hacia la calle de atrás, hacia donde ahora todos han ido han ido a buscarme, por ahí quise irme. Pero me callé cuando vi al Marcelo, ese gordo de mi edad, hijo de don Hilario con el que siempre peleo. Contra la luz de adentro de su casa, por entre mis lágrimas vi al Marcelo; entonces respiré para adentro, con moco y todo, con lágrimas y todo, con voz y todo respiré y me vine calladito, descalcito, a doblarme sobre este montón de piedras. Ahora, todos han salido con linterna, con velas, con lamparines, con todo lo que sea luz, hasta con sus ojos bien abiertos han salido a buscarme. Los he oído pasar, he visto correr sus sombras por encima del muro, sus voces he reconocido, sus tropezones he contado. Después he escuchado cuando han empezado a llamar a don Hilario, doña Julia, a la mama Huala, a la viejita Elvira, a don Juan Arce, a doña Hortencia, a todos han ido llamando, preguntando por mí, diciendo si me habían visto, si me han encontrado, si es que me han recogido, si me tienen durmiendo en sus casas, en sus cocinas. Después he oído más voces todavía, más luces han perseguido a las sombras por sobre el lomo del muro, más tropezones, ¡socroc, socroc!, han reventado contra las piedras de las calles. Ahora estoy oyendo muchas voces que me llaman por todas partes. ¡Víctor, Víctooor!, dicen. Hasta los perros parece que me llaman. Están ladrando en todo el pueblo y en los corrales de frente al pueblo. También esos perros del corralito blanco, cerca del panteón, parece me están llamando; los conozco porque en vez de ladrar, esos más bien aúllan, aúllan como si vieran almas en pena. Algunos gorriones también se han despertado con las luces, con los gritos, y los he oído cantar asustados sobre el saúco viejo de cerca a la cruz del camino grande que sale del pueblo. He hecho levantar a toda la gente. Todos me están buscando debajo de la manta negra de la noche. Yo estoy, sobre este montoncito de piedras, sin moverme nada, nada. Ya me duele el lomo, ya me hace mucho frío, ya me está llegando el miedo. Pero no voy a llorar. Aunque el miedo me agarre con sus uñas de gato todo mi pecho, toda mi garganta, no voy a gritar. Como enantes, no. Yo no tengo la culpa, yo no sabía. Cuando vi tantos huevos debajo de la barriga caliente de la gallina color de ceniza, cuando vi tantos huevos, mira, mira le dije a la Antuca. ¡Cuánto huevo!, dijo ella. Esta es la mejor gallina del mundo, dije, pone doce huevos cada día. ¿Doce? Sí, doce.

Pero eran más. Uno por uno fueron sacando los huevos, calientes, grandes, pesaditos, y los fueron poniendo en el mantel blanco con que habían llevado envuelto el trigo para las aves. La Antuca era mayor que él. Edad de Pedro, a quien Víctor seguía, era. Y ella sabía, por eso, más que él. Se dio cuenta de ello cuando encima de la laguna, allí donde crece el pasto verde, allí donde olorea la menta, se revolcaron y, mientras que Víctor medio se asustó con la revolcada, ella siguió apretando, apretándose contra él, hasta que los perros vinieron y, de lo hambrientos que estaban, tumbaron la olla ahí, nomás, casi encima de los dos niños, se engulleron peleando toda la comida de desperdicios que ellos, la Antuca y el Víctor, habían llevado desde el pueblo. Entonces, fue la Antuca quien se asustó. Fueron a la casa campestre y él empezó a enseñarle todo lo que había en la casa de Paguaray: barretas, lampas, lazos de cuero, arados, rejas, pellejos, frazadas… Y ella quiso jugar de nuevo a las revolcadas, pero él se levantó rápido y, casi cayéndose, casi quebrándose por el peso de la escopeta se la mostró y dijo que ya sabía cazar perdices y matar zorros y que hasta a un puma había agujereado la otra vez. Ella se volvió a asustar y salió corriendo al patio a tomar aire debajo de los eucaliptos. Luego, fueron a dar de comer a las gallinas. ¡Pi, pi, pi,…!, llamaron y todas las gallinas aparecieron por entre los arbustos, por encima de los cercos de piedra, por debajo de los gruesos palos que se estaban secando para leña y hasta volando del techo de la casa llegaron las gallinas y empezaron a picotear el trigo que Antuca y Víctor iban derramando, puñado tras puñado, sobre la tierra del patio. Fue entonces que a ella se le ocurrió preguntar cuántas gallinas habría. Y él dijo que mil, pues no sabía contar todavía, y ella dijo de verdad, porque tampoco sabía, felizmente. Fue enseguida que ella, la preguntona, volvió a abrir la boca para saber cuántos huevos habría y él soltó la lengua y dijo que bastante, que enseguida, nomás, lo vería, vamos al gallinero y ahí en los nidos, vas a ver. Fue así que al revisar los nidos hechos como huecos de barro y paja dieron con la gallina color de la ceniza que estaba metida allí y la sacaron a la fuerza, aunque la gallina protestara, ¡cro-crò, cro-cró!, aunque les quisiera sacar los ojos con su pico amarillo. Y mientras la gallina corrió a comer cacareando, cacareando, ellos metieron los huevos, uno por uno, al mantel blanco. Y cuando revisaron los otros nidos, sólo vieron que estaban vacíos, con plumas y paja, nada más. Fue así que cuando salieron del gallinero, la gallina color de la ceniza volvió a su nido y al no encontrar nada de huevos empezó a cloquear como llorando, como diciendo ay, ay y saltando de un palo a otro miraba busca que te busca a uno y a otro lado. Entre tanto, cuando Víctor miró la sombra de los cerros y vio que ya estaba subiéndose por la cuesta de los otros cerros más grandes, le dijo a la Antuca que ya deberían irse, que ya era muy tarde y que si no les podría agarrar la noche por el camino y que como tenían que llevar los huevos deberían ir despacio y sin jugar para no caerse, para no romper la blanca carga que iban a llevar. Víctor y Antuca estaban contentos porque, sin que nadie les hubiera ordenado, se estaban dando el difícil trabajo de llevar los huevos al pueblo para que la mamá de él hiciera tortillas y para que, de seguro como agradecimiento por haberle acompañado la Antuca hasta Paguaray a llevar la comida de los peros el trigo para las gallinas, de seguro como dar, muchas gracias le regalara dos huevitos, quizá tres, a la viejita doña Elvira, abuela de su acompañante. La Antuca no era del pueblo. Cuando hacía frío, ella se cubría con uno como capote en vez de manta. La gente decía que habían venido de Lima, ella con sus hermaas mayores, la Mercedes que tenía cuerpo de señora gorda y la Zoila que era flaca, flaca, y que tosía mucho. Con ellas había venido también la viejita Elvira que igualmente tosía, tosía al atardecer, cuando empezaba a cerrarse la noche. La viejita Elvira era la única en el pueblo que sabía hacer unas melcochas blancas, torciditas como lazo de miel, que eran muy ricas y que tenían trocitos de coco que ella mandaba traer de Lima. Y así, cuando las calles se llenaban con el olor de la azúcar y el coco calientes, todos los niños chicos que no iban a la escuela corrían a comprar la blanca melcocha con monedas de uno o de dos centavos que no se sabía de dónde las sacaban. Y cuando los muchachos grandes salían de la escuela, al amarillear los techos de las casas con el sola naranja de la tarde, ellos también corrían a la casa de doña Elvira. A esas horas le comenzaba la toz a la vieja y a la Zoila; pero se aguantaba, se aguantaba, hasta repartir la melcocha que no sabe cómo hacían alcanzar para todos los muchachos que, chorreando la baba de ansiedad, les solicitaban. La antuca no tosía y correteaba por las calles enseñando a saltar con soga a las niñas de su edad y a las más grandes que ella y hasta los muchachos también. De Mercedes, Víctor había oído decir que le gustaba hacer unas cosas feas con cualquier hombre y que por eso estaba siempre anda que anda y que por eso, también, tenía unas caderas grandes como la vaca blanca. Una vez que el tío Ruperto llegó por la tarde a la casa de Víctor le hizo botar la melcocha de un solo golpe en la cabeza y, escupiendo, le dijo que se iba a morir, que iba a empezar a toser, a botar sangre como la viejita Elvira y que se iba a volver tísico. Y no creían. Porque las melcochas eran muy ricas y no tenían gusto a enfermo ni a nada feo. Y, por último, a ellos no les importaba.

Ahora están repicando las campanas. Ya me ha dado miedo. Creerán que me he muerto. Me habrán buscado por todas partes y como no me han encontrado, seguro dirán que me he muerto. ¡Y me van a enterrar! Están repicando las campanas como cuando se murió mi hermanita Consuelo, ahora poco nomás, cuando se murió por haber comido tierra mientras mamá cosechaba las papas y la había dejado sentadita sobre la manta y que la Consuelito se fue arrastrando, arrastrando su potito hasta llegar a la tierra y se comió como si fuera azúcar, ensuciándose de barro toda su carita. Y le vino mucha diarrea y aunque le dieron agüitas de un montón de yerbas y aunque le dieron remedios de Lima, esos remedios que nos daba el cura Rivera, el cura pedón que se tiraba sus pedos cuando conversaba en las tiendas y que se reía diciendo salud para mi cuerpo, diversión para mis amigos; aunque le dieron hasta pastillas y todo, mi hermanita Concho, la única mujer que había traído mi mamá después de cuatro hombres que somos nosotros, se fue poniendo amarilla, amarilla como las ceras de las misas y se murió. Entonces repicaron las campanas. Como ahora están sonando, repicaron. Me da miedo. Quiero llorar, los mocos se me chorrean. Pero no vaya a ser que me oiga ese Marcelo y venga, y como me tiene cólera porque peleo con él, me encuentre y diga vengan, vengan, ya lo he visto, ya lo he encontrado y todos le agradezcan, muchas gracias, buen muchacho eres, le digan. No. No voy a llorar. Aunque me estén andando esos como gusanos por mi cintura y por mis pies, esos como gusanos que aparecen cuando el cuerpo se cansa, cuando se adormece; aunque me estén andando por todas partes, no me voy a mover. Si dicen que me he muerto, seguro van a estar llorando. Si me quieren, van a llorar. Mi mamá es la primera, la que llora más fuerte, seguro. Ella me quiere más que todos. Aunque enantes me haya dado con la taza vieja en la cabeza ella me quiere más que todos y por eso va a estar llorando fuerte como las campanas. Me habrá pegado por miedo, seguro; le daría cólera por miedo a mi papá, seguro, por eso me habrá tirado con la taza cuando iba a tomar mi agua de orégano. Le daría miedo porque mi papá le resondra primero a ella, le insulta por cualquier cosa que salga mal, por cualquier cosa que nosotros no hacemos bien. Y eso de traerse lo huevos de la gallina color de la ceniza seguro estaba mal. Porque yo vi que mi mamá descubrió el mantel, hizo zonas uno por uno al lado de su oreja y dijo ¡ayayayay… este muchacho ya nos fregó, ya nos hizo perder toda la empollada, ya se trajo todos los huevos que la gallina color de la ceniza estaba calentando! Desde ese momento empezó a pelear con mis hermanos que habían salido de la escuela, casi al cerrar la noche, y desde allí comenzó a tirar todo lo que agarraba para cocinar o para servir. ¡Qué dirá tu papá, qué dirá el gritón de tu padre; ahora seguro te mata!, me dijo. Y cuando me tocó el turno de agarrar la taza con agua que me había servido, ahí fue que me dio con la otra de porcelana, esa taza vieja que solo se usa para servir porque está deslozada y tiene un montón de huequitos en el fondo. Y ahí fue que yo me salí. Y sobre este montón de piedras estoy convertido en una más de ellas, creo porque el Venancio no me ha visto a pesar de que ha pasado dos veces por acá cerquita, con su mechero de querosene, hablando solo, gangueando solo. Ahora se han callado ya las campanas. Aguantando mi respiración estoy oyendo llorar a mi mamá. Papá está habla que te habla como si estuviera triste, como si estuviera consolando a mi mamá; y no está gritando, no está rabiando, no es su voz como cuando nos pega. Mis hermanos también parece que quieren llorar. Oigo a Pedro, a Venancio y a Gregorio que , en montón y sin parar, dicen ¡Víctoor…!, ¡Ñatooo…!, ¡Flacoo…! Voy a salir. Creo que ya no me van a buscar y de repente van a poner flores ahí en la mesa, van a comprar bastante coca, van traer botellas de ron y van a sentarse toda la gente del pueblo, tomando y escupiendo toda la noche, como cuando se murió mi hermanita Consuelo. Quiero levantarme, quiero moverme, pero mi cuerpo está tieso como las piedras, ya no siento ni los gusanos, ni frío tengo, no veo nada, todo negra, negra, peor que la olla grande de mamá, está la noche…

¡Miren, miren cuántos huevos he traído!, dijo. Los hermanos de Víctor estaban escribiendo sobre la mesa grande, sobre esa mesa que siempre estaba cubierta de un hule viejo rojo y floreado. ¡Tortillas, tortillas!, dijo Pedro, el más comelón. ¡Huevo estrellado, huevo estrellado!, saltó Venancio. Y Gregorio, el mayor: ¿De dónde has traído tanto huevo? Del gallinero, dijo Víctor con orgullo. Ayer hemos traído todos los huevos que había para comer, replicó Gregorio. La madre empezó a hacer sonar los huevos cerca de sus orejas, ploc, ploc, ploc, a una lado, ploc, ploc, ploc, al otro lado y acabó con el entusiasme de Víctor. Con cuanta alegría habían cargado él y la Antuca el delicado atado que hicieron con pajas y ramas secas en el mantel grande. De puro contentos, hasta agarrados de las manos habían caminado, como jóvenes, como el Blas con la Colasha, como el Pancho y la Shatuca. Sudando, sudando se habían sentado varias veces para subir la cuesta. La bajada, en fin,, había sido fácil. Corriendo habían bajado. Temprano habían almorzado, antes de que el sol llegue al centro del cielo habían salido del pueblo con la comida de los perros y el trigo para las gallinas. Los hermanos mayores iban ya a la escuela y por eso, ellos que eran grandes, no podían llevar todas esas cosas hasta Paraguay. Y como Víctor todavía no iba a la escuela le mandaron otra vez. Pero, para que no sucediera como el otro día, su mama le rogo a la viejita Elvira para que su nieta la Antuca acompañara al niño. Entonces sí que la mamá de Víctor estuvo segura de que el chiquito, el flaquito, iba a llegar a Paraguay y que no iba a suceder como la otra vez que le mandaron solito y él no llego, no fue hasta donde los perros y las gallinas esperaban su comida porque se había cansado; le había dado la flojera llegando, nomás, a la quebrada de “Isladentro” y ahí tiro el trigo y los desperdicios a un hueco de junto al camino, lo cubrió todo con tierra y con piedras para que no se viera y se regresó al pueblo. Al verlo llegar, su mamá le dijo, ¿tan temprano? Y él contesto que había ido corriendo, y que los perros estaban bien y que las gallinas cantaban, cantaban de contentas después de haber llenado su buche y que el tío Juan “loco” le había avisado desde lejos que un halcón había correteado al gallo blanco y que la laguna de junto al aliso estaba llenecita de agua y que… Habló tanto, tanto, el flaco Víctor que su mamá dijo ¡huumm, humm…! y después cuando llego el papá, la señora le conto todo y el viejo bigotudo dijo también ¡huuum, huuumm…! Y al otro día, bien de madrugada, el viejo se fue a ver si los perros habían comido y si las gallinas también. Y cuando regresó dijo que no, que no habían comido. Y Víctor se calló primero y en seguida dijo que sí, que sí había ido con la comida hasta la misma casa de Paraguay. Y, entonces, para enseñarle, su padre sacó los chanchos que estaban roncando en el pesebre del pueblo y le dijo ¡vamos!, ayúdame a arrear los chanchos hasta Paraguay. Y así, junto con su padre y con los chanchos anduvieron el camino apurados, nomás, corriendo, corriendo cuesta abajo. Y los chanchos iban oliendo todo, hociqueando todo, peleando entre ellos, buscando cualquier cosa que les sirviera de comida. Ahí descubrieron a Víctor. Al llegar a la quebrada de “Isladentro”, la más vieja de las chanchas esa que sepa recia a una perra galga, corrió adelante, roncando, roncando como si dijera ¡comida, comida!, y con su hocico largo se plantó en el hueco y con dos trompazos aventó lejos las piedras y, mordiéndose con los otros chanchos que se le fueron encima, empezó a tragar la comida que había encontrado. El viejo botó a pedradas a los cochinos y llamó con su mano nomás al flaco. El pobre niño enclenque no quiso acercarse. Pero su padre lo llevó tirándole de las orejas y esto qué es, le dijo. Y allí mismo, delante de don Cirilo Huaita que estaba mirando todo desde su corral juntamente con sus hijas, allí mismo le dio una tanda bien templada de correazos para que Víctor no aprendiera a mentir más. Después le hizo atajar a los chanchos y todos juntos volvieron al pueblo. Por eso, esta vez, para que no sucediera todo ello, su madre le busco una compañera a Víctor y le mando con la comida de los perros y las gallinas hasta Paguaray.

Mejor hubiera ido yo solito y seguro no me hubiera traído los huevos de la gallina color de la ceniza. Nasa hubiera pasado. Mi mamá no hubiera llorado, ni hubieran repicado las campanas, ni tanta gente, tanta familia, todo el pueblo, toda la comunidad, no se hubiera levantado con sus velas, con sus mecheros a buscarme. Pero no me ha pegado mi papá. Él está ahora am i lado, yo estoy sobre la cama, y de vez en vez me toca la frente bien bonito, suavecito… Mi mamá me ha traído sopa caliente de fideos, me ha pelado las papas y me ha hecho comer como a enfermito. Mis hermanos se han ido a dormir después de dar vueltas y vueltas, mirándome, mirándome, alrededor de la cama donde estoy tirado, solo, como nunca solito en una cama entera, en está cama donde duerme mamá. Y ellos, mis hermanos, me han preguntado que dónde estuve, que dónde me había metido. Ahí sobre el montón de piedras, les he dicho. Pero si yo he mirado bien, bien para ahí, ha explicado Venancio, varias veces he pasado por allí y me ha dado miedo, miedo por algo que brillaba como ojos en las piedras. Y mi mamá hablaba despacito, alargando bonito sus palabras, como queriendo decirle a mi papá que no deben pegarme otra vez, porque ya ves lo que ha pasado ahora y que todo el pueblo se ha enterado y que toda la familia qué estará diciendo… Mi papá mueve para arriba y para abajo su cabeza y dice hum, hum…, pero es un hum triste, triste como la mirada de Antuca que yo descubrí apenas pude abrir los ojos aquí, en esta cama donde estoy tendido. Con mi linterna de pilas, con esta que he traído de Lima, te he encontrado, me ha dicho la Antuca, con ésta, mira, se machuca aquí y ¡ras! Prende, me ha enseñado y después me ha dejado encender y apagar su linterna de pilas que bota bastante luz para adelante y que seguro por eso ella sí que me encontró tirado, cerrando mis ojos sobre el montoncito de piedras detrás del muro del zaguán viejo. Ahora la Antuca ya se ha ido y mi papá está examinando los huevos que ella y yo hemos traído desde Paguaray. Ya no sirven, se han movido por completo y ya se han hecho hueros y los pollitos que se estaban formando se han entreverado con la cara y todo, dice. Ahora se va donde mi mamá, se sienta junto a ella y mirándome, mirándome, la abraza. Y eso sí que me gusta de verdad. Que papá abrace a mamá me hace acordar a cuando la Antuca me agarraba de las manos mientras veníamos cargando los huevos, al cerrar la noche, y yo me sentía más grande que los cerros, más alto que los eucaliptos que venía viendo contra el rojo horizonte allá lejos, lejos…  

domingo, 15 de julio de 2012

Intenciones

Cada autor, por más outsider y alejado del canon que se considere, desea que su obra encuentre un público –no necesariamente masivo- que complete el ciclo creativo y dé vida a sus personajes a través del tiempo y el espacio. Sabemos que los autores cantuteños que aquí vamos a mostrar deseaban lo mismo para sus textos; pero que, teniendo en cuenta el tiraje absurdo de los libros, es poco probable que los textos hayan conseguido aterrizar en un lector apropiado.

La humilde tarea de este blog es la de darles una segunda y permanente oportunidad a los diversos textos de cantuteños que con mucho esfuerzo publicaron sus plaquetas, revistas, poemarios, conjunto de cuentos o novelas durante su estadía en el Alma Máter del Magisterio Nacional -o después de egresados-; y que tal vez, por factores que escapan a las cuestiones literarias, estos textos no tuvieron la acogida esperada en los diversos medios de la época en la que fueron publicados.

Por lo mismo esperamos que los actuales estudiantes de literatura –y la comunidad académica en general- encuentren a sus hermanos creadores y académicos en éste blog, que muchas veces no han podido ser ubicados en nuestra precaria biblioteca. Es nuestro deseo facilitar el conocimiento de nuestra tradición literaria, llena de campo, sangre y magia como de callejones, hambre y lucha. Y al mismo tiempo dar a conocer los trabajos de los jóvenes cantuteños aún inéditos como símbolo de la constante contribución a las letras peruanas que ha tenido nuestra universidad.

NOTA:
No es nuestra intención vender los textos ni las copias, ni fotografías de los mismos o cualquier otra forma de lucro a través de la creatividad ajena. Por lo cual, si algún autor no desea que su texto sea mostrado en muestro blog, con un simple comentario bajo el post en cuestión retiraremos todos los textos de su autoría.